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El PSOE durante el franquismo

El PSOE vivió durante los años cuarenta una situación de enfrentamiento interno evidente. Esta división ya había surgido en la época de la República y de la guerra civil y se trasladó al exilio, especialmente hasta el año 1945. La esperanza de la victoria aliada permitió una cierta recomposición del partido. El principal beneficiario de esta recomposición fue Indalecio Prieto, que consiguió incorporar a sus filas a antiguos colaboradores de Largo Caballero y hasta de Besteiro. Indalecio Prieto insistió en la defensa del plebiscito como salida política en línea con lo que venía defendiendo desde la crisis final de la guerra civil. Consiguió un apoyo mayoritario dentro del partido aunque no de forma incondicional. De forma paralela, la influencia de Negrín declinó, aunque bien es cierto que nunca tuvo mucho poder en el seno de la organización socialista. Negrín y sus allegados dejaron de pertenecer al Partido.
Frente a esta situación en el exilio, el PSOE del interior vivió una época de extremas dificultades, cebándose la represión franquistas sobre la familia socialista. En Asturias se mantuvieron grupos guerrilleros hasta el año 1948. Por fin en el año 1944 se formó una ejecutiva nacional en el interior. La ejecutiva que se formó en Francia fue organizada por Rodolfo Llopis aunque nada pudo hacer frente a la personalidad arrolladora de Prieto, que es quien tenía los resortes de dicha ejecutiva. El PSOE en Francia llegó a contar en la segunda mitad de los años cuarenta con hasta ocho mil afiliados. Tanto esta ejecutiva “francesa” como la del interior defendieron posturas profundamente anticomunistas. Los socialistas optaron por una estrategia basada en la presión exterior para poner en marcha un proceso de transición hacia la democracia, primando más una postura posibilista que fundamentalmente republicana.
Las esperanzas puestas en una presión aliada para que España se convirtiese en una democracia se desvanecieron en el inicio de la guerra fría. La gran oportunidad de los primeros años de la posguerra mundial se desvaneció y afectó claramente a toda la oposición al franquismo y el PSOE no iba a ser una excepción. La militancia socialista se resintió en los años cincuenta. El número de secciones representadas en los congresos de la UGT en el exilio llegó a ser de 469 en 1951; pues bien, en 1959 había disminuido a 186. Además, se instaló el desconcierto a la hora de establecer una estrategia política. El posibilismo había llevado a una colaboración con los monárquicos pero el fracaso de esta opción provocó que el PSOE viviera, a partir de 1952, una etapa de aislamiento, aunque no pudo durar mucho porque los socialistas siempre fueron conscientes de que tenían que colaborar con otras opciones. En la década de los cincuenta se vivieron muchas negociaciones y fracasos a la hora de establecer pactos y estrategias con otros grupos y sectores del antifranquismo.
Rodolfo Llopis se afianzó en esta época como máximo dirigente del socialismo español en el exilio. Llopis procedía de la izquierda del PSOE pero, con el tiempo, y especialmente visto desde las nuevas generaciones del interior, se convertiría en el símbolo del conformismo o inmovilismo. Pero debe tenerse en cuenta que Llopis hizo una labor fundamental para mantener la estructura del partido en momentos de extrema dificultad y de ese modo permitir que no desapareciera ni se rompiera la correa de transmisión entre la histórica herencia del PSOE y el futuro del partido, aunque su protagonista no terminara por encajar en ese futuro.
El divorcio entre la dirección del partido en el exilio y los socialistas en el interior se ahondó en los años sesenta. En esos momentos, Llopis llevaba casi treinta años fuera de España y era muy reacio a las posturas del interior porque podrían, según su visión, alejarse de las esencias del partido, de las que se consideraba su máximo guardián. No cabe duda, que este divorcio fue una de las causas del lentísimo desarrollo del PSOE frente a otras opciones políticas del antifranquismo en esa década, como la que representaba el PCE.
El socialismo en el interior durante los años sesenta siguió un rumbo político distinto del marcado desde Francia. En 1967 se celebró el Congreso del Moviment Socialista de Catalunya, cuyos principales líderes defendieron una marcada autonomía frente a la dirección en el exilio. En 1968 se fundó el Partido Socialista del Interior, es decir, la nueva denominación del grupo de seguidores de Enrique Tierno Galván, quien en 1965 había militado en el PSOE aunque fuera expulsado del mismo al poco tiempo. Esta formación de Tierno Galván se caracterizó por una militancia formada casi exclusivamente por profesores universitarios.
El PSOE comenzó a vivir su renovación en la segunda mitad de los años sesenta. En primer lugar, se abandonó el anticomunismo y se adoptó un cierto tono libertario, algo más acorde con la época. Se presentaron tres grupos de jóvenes socialistas, procedentes de tres zonas geográficas distintas. En primer lugar, estarían los vascos con Enrique Múgica y Nicolás Redondo. Por Madrid, destacaría Pablo Castellanos y, por fin, estaría el núcleo andaluz o sevillano con Felipe González y Alfonso Guerra.
Los renovadores del socialismo tuvieron que dedicar mucho tiempo y esfuerzo para conseguir el poder dentro del Partido, además de vivir no pocas controversias y enfrentamientos. Solamente en 1967 los renovadores del interior consiguieron una representación importante en la dirección del Partido. En 1969 aparece en las reuniones de la dirección exterior Felipe González. En 1970, Llopis terminó por aceptar una especie de solución de compromiso: él desempeñaría la representación internacional del PSOE, mientras que en España la dirección del partido estarían en manos de los que allí estaban y vivían. Por su parte, la UGT llegó a otro compromiso, al año siguiente, ya que se estableció un comité mixto compuesto por dirigentes del exilio y del interior, terminando por predominar los últimos.
El año 1973 sería crucial para el socialismo español porque los renovadores se hicieron con el poder, gracias, especialmente, a los socialistas vascos y madrileños y no tanto de los sevillanos, pero que beneficiaría a Felipe González, una personalidad política en alza y que ya se adivinaba como líder. El proceso no fue fácil, con dimisiones incluidas de Felipe González y Alfonso Guerra en el año 1973, defensores de posturas radicales ante la posibilidad de ascenso a la ejecutiva de sectores más moderados provenientes de la Democracia Cristiana.
La victoria definitiva de los renovadores no se daría hasta el otoño de 1974. En este triunfo tuvo mucho que ver, también, el apoyo que recibieron de los dirigentes de la Internacional Socialista. En Suresnes se celebró el trascendental congreso en el que triunfaría Felipe González y supondría la marginación voluntaria de Nicolás Redondo. Pero no debemos olvidar e insistir que el PSOE era un partido político con una fuerza muy limitada dentro del conjunto del antifranquismo, muy alejado de la preponderancia del PCE, por ejemplo. El PSOE tenía unos 2.500 afiliados en el interior, destacando el núcleo vasco guipuzcoano y unos 1.000 en el exterior. En el Congreso se tomaron una serie de decisiones que pueden ser consideradas como radicales con repudio del capitalismo y de los “bloques militares”. Pero era evidente que este Congreso sirvió para poner al PSOE en el camino del éxito político en la Transición, a pesar de la debilidad apuntada. El PSOE pudo combinar el simbolismo de sus siglas que representaban una parte fundamental de la historia de la izquierda española con el radicalismo de las nuevas generaciones jóvenes españolas, a pesar de que, relativamente pronto, este radicalismo se abandonó, sin negar que ese abandono pudo ser otra baza a su favor en las primeras elecciones democráticas. Por otro lado, el Partido se presentaba ahora como una organización interclasista y con una fuerte presencia universitaria. Es evidente que Suresnes marcaría la renovación generacional e ideológica del PSOE y sentaría las bases de su éxito.
El PSOE comenzó a convertirse en una fuerza política que atrajo a diversos sectores que hasta ese momento se habían denominado como “socialistas”. Era evidente que no tenía la capacidad, la militancia y las estructuras del PCE en vísperas de la muerte de Franco y, por ello, consciente de estas carencias, Felipe González se trasladó a vivir a Madrid para comenzar a montar la nueva organización.
Eduardo Montagut

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