La frontera que separa a las clases humildes urbanas y rurales de los grupos sociales excluidos o marginados no es fácil de trazar en la España del siglo XIX. Podemos establecer algunas categorías pero con reservas porque muchas personas con trabajo vivían en situaciones muy calamitosas. En tiempos de la Restauración se calcula que el 3% de los españoles eran marginados, pero el porcentaje aumentó con la crisis del final del siglo.
En primer lugar, estarían los denominados “pobres naturales”, “pobres de solemnidad” y mendigos. En el sur de España podían superar el 4% de la población total, y había más mujeres que hombres, como lo demuestran los censos. Eran los mendigos a las puertas de las Iglesias, los expósitos de las inclusas, los huérfanos de los hospicios, viudas que no recibían pensión alguna y en muchos casos con hijos a su cargo, ancianos abandonados, enfermos crónicos y personas con algún tipo de minusvalía física o psíquica sin atención o muy mal atendidos en los hospitales.
Otro amplio grupo era el conocido como el de los “vagos”, “vagabundos” o “maleantes”. La línea de separación con el anterior grupo no es fácil, ya que algunos mendigos o pobres podían delinquir para poder sobrevivir. En este grupo se podía incluir al amplio número de alcohólicos que había en España, fruto de la extrema dureza de la vida en un país donde el alcohol siempre ha tenido una gran aceptación social, y cuya adicción les impedía encontrar trabajo. Las autoridades incluían en este amplio grupo a los gitanos, y lo venían haciendo desde el Antiguo Régimen, especialmente desde los tiempos del despotismo ilustrado. Los gitanos eran considerados vagabundos, es decir, sin domicilio fijo, algo que el poder no toleraba, y delincuentes. Fueron perseguidos constantemente sin plantear nunca una política de integración. Los homosexuales y prostitutas también eran considerados maleantes y eran perseguidos. Por fin, habría que mencionar a la población reclusa, los presidiarios.
La ausencia del concepto de Estado del Bienestar, de la falta del reconocimiento de los derechos sociales y, por lo tanto, de su garantía dejaba a su suerte a muchos españoles y españolas que podían quedarse sin trabajo, enfermar gravemente, sufrir accidentes de trabajo, o llegar a una edad en la que ya no se puede trabajar.
Tradicionalmente, la Iglesia ha sido la institución que más atención ha prestado a marginados de todo tipo en sus instituciones, aunque desde los tiempos del despotismo ilustrado, el Estado fue adquiriendo más protagonismo en esta tarea, con una filosofía mayoritariamente utilitarista. Si la Iglesia practicaba la caridad a través de hospitales, distribuciones de alimentos (“sopa boba”) y limosnas, ya que era uno de los valores fundamentales del catolicismo, especialmente remarcado desde los tiempos de la Contrarreforma, el Estado quería convertir al mayor número posible de pobres, vagabundos y excluidos en personas útiles al servicio de la sociedad, por lo que, además de encarcelar a los que delinquían, intentaba emplear al resto en obras públicas o los reclutaba en el ejército. También conviene destacar que durante el siglo XIX adquirieron importancia los establecimientos de beneficencia municipales. Por su parte, el movimiento obrero luchó por los derechos sociales y se crearon sociedades de socorros mutuos. Habría que esperar al siglo XIX para que comenzara a pensarse en la necesidad de que el Estado interviniese en esta materia. Conviene, eso sí, citar a la Comisión de Reformas Sociales, creada por un decreto de 1883 y reformada en 1890. Su secretario Gumersindo de Azcárate elaboró un exhaustivo cuestionario para que se realizase una investigación sobre la situación de las clases trabajadoras. Dicha información es valiosísima para el historiador pero, lamentablemente, influyó muy poco en los gobiernos liberales y conservadores a la hora de tratar los graves problemas que afectaban a la mayoría de la población y que podían llevar a muchos al sufrimiento de la marginación.
Eduardo Montagut
Comentarios
Publicar un comentario